Ilustración (detalle) de John Schoenherr para la sobrecubierta de la primera edición de Dune (Frank Herbert, 1965, Chilton Book Company).

Por David Hidalgo Ramos

Aguas literarias: la aventura de tres maestros de la ciencia ficción.

Las grandes historias nacen a menudo de detalles minúsculos, casi imperceptibles, que se entrelazan por casualidad. Y en otras ocasiones, basta con que dos palabras se crucen para dar inicio a una narración que cambiará para siempre el rumbo de quienes la protagonizan. La historia de hoy comenzó a principios de los años cincuenta, cuando el periódico local Santa Rosa Press Democrat (California), envió a uno de sus periodistas a entrevistar a un alocado escritor de fantasía en ciernes.

Aquel periodista, que ya apuntaba maneras de gran escritor, resultó ser Frank Herbert, muy lejos todavía de la obra que le daría fama internacional, Dune. Herbert desempeñó varios roles en el periódico, como reportero y fotógrafo, lo que le permitió afinar su pasión por la investigación y la escritura, dotes que más tarde aplicaría a su propio proceso creativo. En cualquier caso, en 1952, cuando le envían a realizar la entrevista, Herbert no tenía ni idea de que el entrevistado no era otro que el maestro de la ciencia ficción y fantasía Jack Vance, escritor apasionado y único en su especie, un tanto maniático, pluriempleado y conocedor de mil y un oficios. Su pasión era la navegación y lo extraño y así se reflejó en la entrevista.

Dada la forma de ser de Vance, que no se tomaba las cosas demasiado en serio, es muy probable que ambos mantuvieran una conversación rara y absurda. De hecho, el titular resultó en algo así como «Jack Vance, experto en platillos volantes». Irónicamente, es esta personalidad peculiar lo que convirtió a Jack en un grandísimo escritor, ganador de tres Premios Hugo, un Nébula, cuatro Locus y del Premio Mundial de Fantasía. Sin olvidar su título como Gran Maestro de la ciencia ficción, concedido por la asociación de escritores estadounidenses de ciencia ficción (SFWA). Por otro lado, Vance tuvo muchas profesiones: sirvió en la Marina —dice en su biografía que se aprendió de memoria el test de agudeza visual para poder pasar la prueba del ejército, ya que no veía tres en un burro— y terminó siendo electricista en Pearl Harbour antes del desastre bélico. También trabajó como albañil, mecánico, peón agrícola y como operario de una draga. Su curiosidad insaciable lo llevó a experimentar una vida de reinvención constante. Y entre tanto conseguía sacar tiempo para la escritura y sus otras pasiones.

Frank Herbert y Jack en la granja de Kenwood, California, hacia 1952

Frank Herbert y Jack Vance en una granja de Kenwood, California, hacia 1952 © jackvance.com

Aquella entrevista fue el inicio de una gran amistad entre Herbert y Vance. Ambos, junto a sus esposas, se enrolaron en una aventura por carretera hacia México, donde vivieron una temporada. En 1953 se establecieron cerca de Ciudad Guzmán, al sur del inmenso Lago Chapala, donde fundaron una colonia de escritores. Colaboraron en proyectos literarios conjuntos mientras trabajaban en sus propios escritos de forma independiente, analizando en común todos los textos. Cuenta el hijo de Herbert, Brian, que la época en México marcó a su padre y que Chapala inspiró algunos elementos que aparecerían más tarde en Dune. Por ejemplo, la idea de la especia se originó a partir de una experiencia que Herbert tuvo en Ciudad Guzmán, donde consumió accidentalmente galletas que contenían hachís que le provocaron alucinaciones. De esta forma, las vivencias del personaje de Paul Atreides con la especia son un reflejo de las del propio Frank Herbert con sus galletas especiales. Todo esto, unido a las conversaciones con el maestro zen y filósofo Alan Watts en los sesenta, llevaron a Herbert a adorar las corrientes filosóficas orientales que plagan su famosa novela.

Tras quedarse sin fondos, cuando las dos familias regresaron a Estados Unidos a principios de los años 60, el vínculo entre Herbert y Vance todavía se fortaleció más, y pronto un tercer escritor completaría el triángulo amistoso y literario: Poul Anderson. Los tres juntos decidieron darle vueltas a una de las metas que Jack Vance tenía desde joven: vivir en el agua. La idea de construir una casa flotante surgió de un sueño recurrente de Vance, quien deseaba una existencia libre, sin ataduras, en armonía con el agua. Este proyecto era un reflejo de su amor por la aventura y de su visión de un hogar autosuficiente que posteriormente encontraría eco en sus escritos. Y entre los tres autores conformaron una sociedad con fondos comunes en la que ellos mismos, trabajando duro los fines de semana, ideando y tirando mucho de bricolaje, fueron construyendo una casa flotante en la Bahía de San Francisco. La intención primera era navegar por el Delta del Sacramento, pero con el tiempo este proyecto conjunto se transformó en algo más profundo y terminó reflejando la camaradería y el espíritu aventurero que compartían. La casa flotante se convirtió en un lugar de encuentro donde discutían ideas y proyectos literarios, fortaleciendo aún más su vínculo. Pese a los estudios de ingeniería de Vance y tras una descomunal tormenta la casa terminó por hundirse parcialmente. El incidente, lejos de desanimarlos, determinó más su empeño. Consiguieron reflotar y recuperar su sede con un sistema de galones y compresores de aire ideado entre Vance y Brian Herbert, el hijo de Frank.

Plano de la casa flotante construída por Jack Vance, Frank Herbert y Poul Anderson en 1962.

La nueva construcción era más segura y tenía todo tipo de comodidades: sistema de agua potable, generadores de electricidad y una cocina bien surtida. La gran aventura había comenzado, una travesía aguas arriba, por el río Mokelumne. Una experiencia única a través de un sistema de canales fluviales que conectaba varios ríos. Vance, pionero en «fantasía sucia» y en incorporar el humor al género, como en la Saga de la tierra moribunda, consiguió forjar algo más que una amistad a partir de sus sueños. En su novela El palacio del amor (1967), Vance recrea una mezcla única de ambientes y comunidades espaciales que reflejan esa forma de vida autónoma, en entornos aislados y sobre estructuras florantes.

No fue solo la construcción de una casa lo que unió a estos tres gigantes de la literatura. Fue la forja de una amistad tan sólida como cualquier estructura flotante, cimentada en la colaboración, la imaginación y la confianza mutua. En el agua, encontraron un hogar para sus sueños, un lugar donde cada conversación y cada proyecto reflejaba la magia de un mundo que solo ellos podían crear.