Frontispicio (detalle) de “Las Sergas de Esplandián” (1526)
Por David Hidalgo Ramos
La fiebre por las novelas de caballerías que dio problemas a la Corona.
Mucho se ha dicho y escrito sobre el gran genio de las letras españolas, Miguel de Cervantes, y la forma en que consiguió plasmar en su obra magna el reflejo de un tiempo, retratando (y criticando) una sociedad a través del arte de la narrativa. Pero justamente como de Cervantes ya hemos hablado en otras ocasiones, bien por su figura y vivencias, bien por sus obras, en esta ocasión vamos a fijarnos en una de sus obsesiones.
Y es que como todo el mundo sabe, Cervantes plasmó su vasto conocimiento sobre novelas de caballerías en el Quijote, aunque a menudo no llegamos a entender desde nuestra óptica de los siglos XX y XXI la importancia que tuvo este género literario en el mundo occidental. Fue tal el auge y éxito de la novela de caballerías que se empezaron a producir como churros libros de todo tipo. Europa era la cuna de este tipo de historias, que proliferaban desde diferentes puntos, como Inglaterra con los ciclos artúricos, pero sobre todo Francia con sus legendarias novelas, primero La Chanson de Roland y después las narraciones del poeta Chrétien de Troyes, siendo los siglos XI y XII el epicentro de las grandes epopeyas clásicas.
España no se quedó atrás en este tipo de género, y archiconocido es el Amadís de Gaula, atribuido a Garci Rodríguez de Montalvo, que aunque el texto tenga su origen en el siglo XIII, fue este autor quien lo consolidó y reescribió en el XV. Todos estos grandes libros de caballerías gozaron de un éxito sin precedentes, y sus historias plagadas de magos, gigantes y dragones eran conocidas por todos. Tanto es así que, cuando algún marinero se enrolaba en su viaje camino a las Américas en la época colonial, lo más normal era que llevase varias novelas de este tipo, donde uno habitualmente leía en voz alta al resto que no sabía, para amenizar las semanas que duraban los viajes. No es de extrañar que muchos de aquellos hombres que acompañaban a los exploradores terminasen creyendo parte de esas historias como ciertas.
El problema llegó cuando, ya en el continente americano, muchos creyeron reconocer las lejanas tierras imaginarias que se describían en los libros de caballerías. Uno de los «best seller» de la época (siglo XVI) no era otro que Las sergas de Esplandián, firmado también por Rodríguez de Montalvo. En él se habla de la exótica reina Calafia, perteneciente a una tribu de amazonas que vive, justamente, en la paradisíaca isla de California. Es así como los conquistadores españoles bautizaron la tierra de lo que siglos después sería el Lejano Oeste, California en honor a una de las novelas más leídas de la época. Lo mismo ocurrió con la Patagonia, que era el nombre de un terrible monstruo (Patagón) de otra novela, El invencible Caballero Primaleón, hijo de Palmerín de Oliva (1563).
Debe ser que se volvió costumbre esto de bautizar terrenos americanos con nombres sacados de libros de caballerías, cosa que no terminó gustando a la Corona, por lo que tomó cartas en el asunto. No estaba en sus manos que se dejaran de leer estos textos o que sus narraciones dejasen de creerse como ciertas, pero se encontró una terrible y drástica solución, la conocida como la prohibición de las novelas. Ya en 1531 se hizo público un Real Decreto que prohibía exportar desde España a las Indias «libros de romance, de historias vanas y de profanidad, como son de Amadís y otras de esta calidad», firmado por Juana I de Castilla (y que ratificó Carlos I en 1543). Pero como todo el mundo sabe, el simple hecho de prohibir algo no hace sino hacerlo más atractivo, por lo que el tráfico clandestino de libros durante el siglo XVI fue una de las muchas ocupaciones de los marinos en sus viajes, aunque eso es ya otra historia.