Fotograma de «Dioses de Egipto» (Alex Proyas, 2016)
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
Ahora que Disney y sus marcas subsidiarias han encauzado el registro del blockbuster hacia las dinámicas del serial televisivo teen, y que las plataformas de streaming lo han reducido a la condición de simulacro, vale la pena echar la vista atrás a fin de recordar los potenciales de las superproducciones de Hollywood para los delirios plásticos y argumentales. No vamos a remontarnos con nostalgia a las décadas de los ochenta y los noventa sino a constatar, merced a una propuesta de hace apenas seis años, hasta qué punto el blockbuster ha perdido capacidad de provocación en un periodo de tiempo escaso.
La película en cuestión es Dioses de Egipto (Gods of Egypt, Alex Proyas, 2016), relato de aventuras mitológicas presupuestado en ciento cuarenta millones de dólares. Su fracaso de taquilla supuso por tanto un descalabro para las compañías Summit Entertainment y Lionsgate, hasta el punto de frustrar el inicio de una franquicia con la que estudio y distribuidora aspiraban a repetir el impacto del ciclo vampírico Crepúsculo (The Twilight Saga. 2008-12). La crítica tampoco fue clemente con Dioses de Egipto, en buena medida por las inquietudes en torno a la diversidad que ya permeaban por entonces la esfera cultural. Como indica su título, la película ubica su acción en la era arcaica de la civilización egipcia, aunque desde un punto de vista fantástico, sin ninguna pretensión de fidelidad a hechos o registros. En la estela de Zecharia Sitchin, Erich von Däniken y otros investigadores heterodoxos, Proyas reinterpreta historia y mitología en términos especulativos, como pistas para imaginar otras configuraciones posibles de la civilización y la cultura.
De hecho, Dioses de Egipto es para el director «una historia de ciencia ficción» en la que las divinidades egipcias son reales y rigen los destinos de los seres humanos como gobernantes de sus ciudades, en cuyas cortes tienen lugar intrigas palaciegas y batallas por el poder similares a las que han caracterizado las sagas dinásticas de nuestra especie. La apariencia de los dioses es idéntica a la nuestra y, cuando despliegan sus poderes sobrenaturales, es gracias a armaduras y complementos que les asemejan, signo de los tiempos, a superhéroes. En el prólogo del filme, Set (Gerard Butler) se convierte en soberano despótico de Egipto tras asesinar a su hermano Osiris (Bryan Brown) y dejar ciego a su sobrino Horus (Nikolaj Coster-Waldau). Este tratará de recuperar el trono con la ayuda de Bek (Brenton Thwaites), un joven ladrón. Ambos afrontarán multitud de peripecias que no solo devolverán a Horus el trono; le permitirán comprender que su sentido como dios no residía en ocupar el lugar de su padre Osiris, sino en proteger a los seres humanos que han aceptado cobijarse bajo sus alas, como Bek.
El guion escrito por Matt Sazama y Burk Sharpples —que ya habían sabido actualizar en Drácula, la leyenda jamás contada (2014) y El último cazador de brujas (2015) motivos tradicionales con gancho para la cultura popular— guarda un equilibrio notable entre la gravedad, el humor, el respeto y lo pulp a la hora de honrar las esencias de la mitología egipcia. Los arquetipos inmemoriales funcionan a la perfección en clave Universo Cinemático del Antiguo Egipto. Pero si Dioses de Egipto es brillante se debe a su aparato audiovisual, que hace gala con desvergüenza de un sincretismo estético y un sentido de la maravilla que abundaron en el Hollywood previo a la Gran Recesión y que cotizan desde entonces a la baja.
Tras la introducción de rigor, el primer plano de la película es un travelling de aproximación desde el aire hasta las calles abigarradas de una ciudad milenaria. Un plano de impronta digital evidente que subraya la naturaleza irrealista de lo que vamos a presenciar. Dioses de Egipto se imbrica así en lo que algunos críticos han bautizado como digital wackadoo canon o canon digital demente, compuesto por películas cuyo recurso a los efectos de síntesis no busca la mímesis de sus imágenes con la realidad física tal y como la perciben nuestros ojos, sino la articulación de un paradigma cinético y estético autónomo, situado al otro lado del espejo, que se opone a lo acostumbrado con intencionalidad casi política.
Formarían parte de ese canon digital demente títulos como Speed Racer (Lana & Lilly Wachowski, 2008), Resident Evil: Venganza (Paul W.S. Anderson, 2012), El libro de la selva (Jon Favreau, 2016) y, como decíamos, Dioses de Egipto. Pero si hablábamos de sincretismo a propósito de la película de Alex Proyas es porque los planos que siguen al primero y que nos describen la cotidianidad de Bek dejan a un lado la utopía de una representación por venir para traer a la memoria las utopías representativas del ayer: la estética de cartón piedra consustancial a las epopeyas bíblicas y los peplum mitológicos producidos durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado.
A esta colisión afortunada entre la imaginación digital de nuevas formas cinematográficas y la evocación de sus estrafalarios precedentes analógicos, un sueño de la razón cinematográfica en toda regla, hay que sumarle un diseño de escenarios en el que confluyen los imaginarios del pictorialismo decimonónico y el de los simulacros arquitectónicos diseñados por Veldon Simpson para Las Vegas; actitudes anacrónicas de los personajes propias de una película ambientada en nuestros tiempos; y escenas de acción que beben a partes iguales de la saga Transformers de Michael Bay y el anime. Alex Proyas y su equipo se adhieren así a la concepción del cine de atracciones teorizada por Tom Gunning; un cine que muestra y que se muestra con exhibicionismo, que no teme desvelar los trucos que generan sus imágenes porque son parte sustancial de su hechizo.
Dioses de Egipto no pide de nosotros, consumidores compulsivos de imágenes, una inocencia imposible. Nos ofrece la posibilidad de reinventar el sentido de la inocencia, de la maravilla, partiendo de reconocer el acervo audiovisual y las múltiples intersecciones culturales y, por supuesto, ideológicas que se dan cita hoy por hoy en cualquier imagen. En este aspecto, Alex Proyas fue fiel en Dioses de Egipto al entendimiento del cine fantástico y de ciencia ficción que ya había puesto de manifiesto en El cuervo (1994), Dark City (1998), Yo, robot (2004) o Señales del futuro (2009). Películas todas ellas en las que el mundo delata ser una representación en virtud de acontecimientos traumáticos que, como le sucede a Horus en Dioses de Egipto, invalidan lo que entendían los protagonistas por mirada y la reformulan desde perspectivas insólitas. Algo de lo que participa el espectador: ver Dioses de Egipto supone abocarnos a lo peculiar, lo irritante, incluso lo esperpéntico. Lo que queda fuera de la ecuación en cualquier caso es la inexpresividad, marca de fábrica del blockbuster en 2022.