Jack London

Por David Hidalgo Ramos

Un auténtico lobo de mar.

Con cientos de anécdotas dignas de los más intrépidos exploradores, hoy conmemoramos a uno de los maestros literarios más versátiles, con mayores registros y cuya vida es en sí misma una verdadera aventura continua, un no parar de viajes, peligros y excesos que le terminaron pasando factura demasiado pronto. Jack London nació un 12 de enero de 1876, aunque falleció a la edad de 40 años.

London creció en un entorno de pobreza y desde la infancia sufrió hambre (algo que se reflejó en muchos de sus cuentos y novelas), en parte por esto tuvo que trabajar desde muy joven, recurriendo a menudo a un concepto cercano a la picaresca, siendo una de sus primeras ocupaciones la piratería. En su ciudad natal, el San Francisco de finales del XIX, las ostras estaban controladas por un monopolio mercantil, por lo que consiguió dinero como pirata de ostras, lo que le ligó inevitablemente a los océanos. Descubriría justamente que el vasto e inmenso mar, el agua en general, era parte de su vida. Tenía 14 años cuando alternó, con cierta ironía, sus robos de marisco con su empleo de marinero a bordo de una patrulla naval del gobierno. El siguiente paso estaba claro, lanzarse a alta mar, por lo que comenzó a enrolarse en navieros de caza de focas que cruzaban el Estrecho de Bering hacia Japón: el agua y el frío formaban parte de su ser.

De hecho, se obsesionó con la muerte por congelamiento y por ahogamiento, muy probablemente tras sufrir un incidente con apenas 22 años. Tras una borrachera entre marineros, saltó por la borda y se puso a nadar dejándose arrastrar mar adentro en lo que consideró como una muerte romántica (queriendo emular a los poetas románticos como Byron y Percy Shelley). Se dio cuenta tarde de su error, aunque consiguió sobrevivir lo justo para ser rescatado por un pescador griego.

Pese al roce con la muerte, que le llevó a replantearse su vida, London decidió probar suerte buscando oro: se trasladó a Canadá, a Dawson City, que está a 70 kilómetros de la frontera con Alaska, una zona de frío extremo cuna de la fiebre del oro. Fue allí donde, sin dinero, comenzó a quedarse a dormir en el granero de un granjero, compartiendo espacio con los animales más nobles que conoció, los perros, sus futuros protagonistas literarios. Se basó en aquellos perros para escribir alguna de sus grandes novelas, La llamada de lo salvaje (1903) y Colmillo blanco (1906); aunque fue lo que más fama le dio, London escribió más de 200 cuentos, casi 20 novelas y cerca de 500 artículos periodísticos. Entre sus escritos figuran grandes novelas de ciencia ficción, como La peste roja (con la que se rumorea que profetizó la pandemia del Covid) o El talón de hierro (una distopía que se adelantó décadas a 1984 de Orwell).

Sus aventuras no terminaron, al contrario. Fue corresponsal de guerra del periódico San Francisco Examiner, reportando desde Japón a principios del siglo XX, perteneciendo a un famoso grupo de periodistas bélicos conocidos como «Los Buitres» que entre artículo y artículo bebían más de la cuenta, empeorando aún más su alcoholismo y los problemas que arrastraba el hígado de London. A su vuelta compró un barco con las ganancias de las novelas al que bautizó Snark y puso rumbo al Pacífico.

Tormentas, roturas del casco, una operación dental casera (no se lavaba los dientes y su ritmo de vida le hizo perder varias piezas dentales)… La travesía fue un horror, incluido su paso por una zona de caníbales y una enfermedad cutánea que al principio confundieron con lepra. Tras recuperarse compró un terreno donde puso todas sus esperanzas, aunque no llegó a disfrutarlo, ya que su repentina muerte cogió por sorpresa a todos. Aquel terreno al menos ha quedado destinado para preservar el recuerdo de este gran escritor, ya que se conserva como el Jack London State Historic Park.