Agatha Christie (The Christie Archive Trust)

Muchas veces nos preguntamos qué separa la vida pública de un escritor de su vida íntima. A menudo, cuando un autor o autora nos apasiona, no nos damos cuenta de cómo su día a día puede afectar la imagen que da al exterior. Esto es de lo que trata uno de los episodios más misteriosos y desconcertantes en la vida de una de las más grandes escritoras de novela policíaca de todos los tiempos, Agatha Christie, todo un referente para sus hijos literarios hoy, los escritores que mantienen vivo el género de la novela negra en todo su amplio espectro de subgéneros y temáticas (que cada día tiene más lectores). Pero cincuenta años antes de su muerte, en diciembre de 1926, Agatha Christie protagonizó un episodio en su vida que pareció más propio de una de las tramas de sus novelas.

En septiembre de ese mismo año, Christie publicó «El asesinato de Roger Ackroyd», una de las primeras apariciones del genial Hércules Poirot y la que es considerada a día de hoy una de las mejores novelas de la maestra del género (con un final tan sorprendente que deja sin aliento a más de un lector). Con esta novela el nombre de Agatha Christie se asentó como sinónimo de éxito y fama literarios, y ya era todo un hito en la Inglaterra del momento.

Pero la noche del 3 al 4 de diciembre todo cambió para esta escritora. Tras dar las buenas noches a su hija Rosalind, sin previo aviso, salió de casa, condujo su coche unos pocos kilómetros y desapareció sin dejar rastro. Fue su marido, el exmilitar de la Primera Guerra Mundial, Archibald Christie, quien dio la voz de alarma. Toda la prensa y las altas esferas se volcaron en la búsqueda incansable de la escritora en los siguientes días.

Fue tal revuelo que Scotland Yard dedicó un operativo especial de poco más de 500 policías, así como cerca de 2000 civiles voluntarios que participaron en las batidas de búsqueda. El Ministro de Interior en aquel momento, Sir William Joynson-Hicks, comenzó a presionar a la policía en parte por cómo estaba tratando el tema la prensa: cientos de teorías, a cada cual más loca, llenaban las páginas de los diarios, con fotografías de la escritora en primera plana.

Se llegó a especular con el suicidio en un manantial cerca de donde habían encontrado el coche o incluso la posibilidad de que su marido, tristemente célebre por las infidelidades en su matrimonio, hubiera asesinado a la autora. El escritor Arthur Conan Doyle, que en esa época comenzaba a estar obsesionado con el ocultismo, llevó uno de los guantes de Agatha a una medium para que vislumbrase su paradero; incluso la también escritora del género Dorothy L. Sayers se dedicó a buscar pruebas en el lugar de la desaparición.

Once días tardaron en saber de la escritora: al final, un músico de un complejo de descanso, la ciudad-balneario Harrogate, reconoció a la creadora de Poirot como una de las internas de uno de los hoteles. Agatha Christie no recordaba nada, no se reconocía a sí misma y se había hospedado bajo un nombre falso, Theresa Neele (que curiosamente era el nombre de una de las amantes de su marido). El extraño caso de desaparición quedó ensombrecido durante años y los huecos fueron rellenados por teorías policiales.

Algunos de sus últimos biógrafos han llegado a demostrar que Agatha sufrió un «estado de fuga», un brote amnésico debido a un alto componente de estrés y depresión. Lo que muchos, con muy mala baba, acusaron de publicidad de su última novela, fue un grave episodio que sufrió la escritora. Tras recuperarse y harta de aguantar las mentiras e infidelidades, se divorció de su marido en 1928. Un episodio de su vida que podría pertenecer perfectamente a uno de sus libros sin levantar sospechas.