Alex (Malcolm McDowell) llevando a sus drugos de vuelta a casa tras una noche intensa de ultra-violencia (La naranja mecánica, Stanley Kubrick, 1971)

Por David Hidalgo Ramos

«La naranja mecánica»: del trauma a la distopía.

La eterna discusión sobre si es posible separar a un artista de su obra continúa abierta, especialmente en el siglo XXI. Aunque solemos leer las novelas sin pensar demasiado en sus autores, hay casos en los que resulta imposible ignorar la vida de los creadores tras las páginas. ¿Qué ocurre cuando son estos hechos los que conforman al escritor? ¿Es posible que determinados acontecimientos provoquen la necesidad de escribir? Anthony Burgess fue un escritor atípico, un eterno contradictorio, sin pelos en la lengua y fascinado por las distopías. Falleció un 22 de noviembre de 1993, pero dejó tras de sí mucho más que la obra que le dio la fama, La naranja mecánica, publicada en 1961.

Muchas de las visiones futuristas de Burgess han cobrado relevancia con el tiempo: no solo la ultra-violencia de Alex en La naranja mecánica, sino también su crítica al conservadurismo británico y la alienación de la era digital. En el contexto actual, su frase “Cuando un hombre no puede elegir, deja de ser hombre” resuena más que nunca. Anthony fue también compositor musical (de ahí el carácter de su protagonista) y, además de libros, nos legó piezas sinfónicas como la célebre Petite Symphonie pour Strasbourg.


Burgess poseía una capacidad innata para las lenguas. Además de dominar varios idiomas, «construyó» otros nuevos. El más sorprendente es el que hablaban los protagonistas de la película En busca del fuego (La guerre du feu, 1981). Esta cinta francocanadiense dirigida por Jean-Jacques Annaud, muestra un mundo prehistórico hostil en el que el fuego es un elemento esencial para sobrevivir, pero algunos homínidos no saben cómo crearlo todavía. Una tribu pierde su única fuente de calor y protección tras ser atacada y, para recuperarlo, tres cazadores emprenden un peligroso viaje, enfrentando amenazas y descubriendo tribus en distintos niveles de evolución. Para dar realismo a esta trama, en la película se prescinde del habla convencional. En su lugar, los personajes se comunican con sonidos y gestos diseñados por el propio Burgess, que creó todo un lenguaje acorde a la época. A nivel académico, Burgess es autor de dos manuales de lingüística centrados en la fonética, por lo que no eran simples invenciones (como la jerga nadsat de La naranja mecánica, basada en el ruso y el inglés).

La naranja mecánica tuvo una gran influencia en la estética ciberpunk, en el manga —y posterior anime— Akira (1984) o en la primera entrega de Mad Max (1979), por citar algunas expresiones artísticas. Burgess creó la novela de forma apresurada y, al final de su vida, confesó que nunca le terminó de gustar, que de haber tenido más tiempo la habría pulido, eliminado fragmentos o escrito de una forma completamente distinta. De ser así, es posible que La naranja mecánica no fuera el clásico que es hoy. En su momento Burgess malvendió cinco narraciones a su editor porque necesitaba cubrir los gastos para operar a su mujer de un tumor. La semilla de la novela nació de un trauma real. Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras Burgess cumplía el servicio militar en Gibraltar, su esposa fue atacada y violada por soldados desertores estadounidenses durante un bombardeo en Londres. Este hecho, traumático para ambos, se reproduce en La naranja mecánica pero también le ocurre al protagonista de su novela 1985 (1978), homenaje a 1984 de Orwell que transcurre en el Londres distópico de un Reino Unido islamizado y controlado por los sindicatos, en el que el protagonista es obligado a visionar películas en un campo de reeducación para convertirlo en un perfecto ciudadano.

Anthony Burgess

Hacia finales de los años 60, los derechos para realizar una adaptación cinematográfica de la novela fueron adquiridos por el guionista Terry Southern y el productor Si Litvinoff. Mientras que Southern había ganado fama con el guion de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), Litvinoff era un productor de cine que se codeaba con grandes artistas musicales de la época. La cuestión es que ambos, Southern y Litvinoff empezaron a dar forma al proyecto de La naranja mecánica como una película experimental donde la música formase parte del lenguaje no verbal de la cinta, algo más o menos habitual en las décadas de los 60 y 70, como demostraron las extrañas comedias de los Beatles. Convencieron para la dirección a John Schlesinger, que en aquellos años ya preparaba el rodaje de Cowboy de medianoche, el oscarizado drama que protagonizaron Dustin Hoffman y Jon Voight en 1969. Schlesinger, junto con el guionista, quisieron al actor David Hemmings para interpretar el papel de Alex en la película. No contaban con la ira de un grupo de rockeros a los que Litvinoff ya había hablado del proyecto.

Los músicos que soñaban con llevar la novela al cine no eran otros que los Rolling Stones y los Beatles. Mick Jagger estaba hasta tal punto obsesionado con La naranja mecánica que quería interpretar a su protagonista, dejando al resto de los Rolling como sus drugos. Por su parte, los Beatles se encargarían de componer toda la música de la película, que tenía pinta de ser algo fuera de lo normal. Todos ellos escribieron una carta al guionista Southern, exigiendo sutilmente pero con «extrema vehemencia» que Jagger reemplazara a Hemmings como actor principal. Aquella carta la firmaron unos cuantos artistas importantes de la época, entre los que se encontraban todos los Rolling, los Beatles, Anita Pallenberg (actriz y diseñadora que fue pareja de Keith Richards) y la cantante Marianne Faithfull.

Al final el proyecto no salió adelante por compromisos artísticos de los músicos y Stanley Kubrick se interesó por la adaptación cuando se fue al traste su idea de realizar un biopic de Napoleón. La carta en cuestión se subastó en 2015, saliendo a la luz toda la historia. Burgess nunca pudo escapar de La naranja mecánica, una obra que lo atormentó pero que sigue vigente. Su visión de la violencia, la manipulación social y el libre albedrío sigue generando debate, mientras su legado literario, musical y lingüístico lo consagra como un creador inquieto. Imaginó futuros distópicos que, para bien o para mal, terminaron pareciéndose demasiado a nuestra realidad.