Ilustración grabada en madera (detalle) por Lynd Ward (1905-1985) para Frankenstein, or, The Modern Prometheus de Mary Shelley (New York: Harrison Smith and Robert Haas, 1934)

Los cinco lugares que no te puedes perder en la Europa decimonónica oprimida por los austriacos1

Por Covadonga González-Pola

Querida hermana:

    Ayer fue mi última jornada antes de emprender el regreso a las civilizadas y relativamente pacíficas tierras de nuestra amada Inglaterra. Debo decir que he disfrutado inmensamente de este viaje por Alemania e Italia, así como deseo haber logrado evocar mínimamente en las cartas que te he ido enviando.

    Pero anoche me sucedió algo sobrecogedor. Fue sobre las tres de la mañana, quizá las cuatro. Como ya sabes, hace años que me acechan los terrores nocturnos, los mareos e incluso algunas visiones difusas —una de las razones que me llevaron a los balnearios europeos—, pero esta vez fue algo diferente. No llegué a despertar en momento alguno. Pero sí que escuché una voz. Alguien que me hablaba. No, no era mi difunto y amado Percy —ojalá lo hubiera sido—, sino una criatura de rostro borroso y figura esbelta, quizá femenina, que me decía que en el futuro la gente se acordaría de mí. Que pasarían cien y doscientos años y la gente seguiría hablando de mi vida, de mis viajes y de mi Moderno Prometeo.

    Y de pronto me mostró lo que debía ser un mundo futuro. Todo el mundo llevaba en la mano algo parecido a una polvera, pero de forma más bien rectangular —quizá la palabra azulejo se aproxime más—, que miraban sin parar. Las prendas que vestían eran tan sencillas que se me hacían obscenas, casi como si caminasen en enaguas a plena luz del día. Pero sí, al menos en esa visión ella tenía razón y me mostró mi nombre en los escaparates de algunas librerías.

    Luego me dejó ver su polvera. Parecía un objeto embrujado, pues sobre su superficie, casi tan brillante como la de un espejo, aparecían palabras, dibujos, fotografías… podías detenerte a leer y observar o decidir que te aburrías con lo que veías y, entonces, ella tocaba la polvera con los dedos y podía aparecer otra foto, otras palabras…

    Mi experiencia con aquel artefacto fue tal que me fijé en cómo se reflejaban allí las noticias de los periódicos. Así que, cuando me he despertado esta mañana —tras un sueño más reparador que el de un bebé— me he decidido a plasmar esas técnicas en la última carta que te envío y que pronto, a mi regreso, podremos comentar con un té caliente, ya sea para reírnos o para admirarnos de hasta dónde pueden llegar las ocurrencias nocturnas.

    Estos artículos son meras listas que te dejan con ganas de más —pues apenas facilitan información—, pero debe de ser que a los seres humanos, aunque a veces lo neguemos, nos gusta el orden. Y, por tanto, las listas.

1 Andanzas por Alemania e Italia (1842-1843). Mary W. Shelley. Traducción y selección de Alejandro González Ormerod. Minerva Editorial (2019). []

Las cinco experiencias que no te puedes perder en la Europa decimonónica oprimida por los austriacos.

    Si hay algo que deleita el alma es viajar, y eso que nosotros lo hacemos con poco dinero. No me malinterpreten: no dormimos en la calle, pero no podemos alquilar la mejor casa, y para algunas personas, acostumbradas a la comodidad extrema, esto es un suplicio. No obstante, estoy segura de que, igual que un día se popularizó la edición de libros más baratos, algún día viajar se popularizará tanto que cualquiera con algo de dinero y una espalda a prueba de colchones viejos podrá organizar sus cuentas para conocer Europa en un modesto viaje.

    ¿Y qué lugares le recomienda esta autora, mitad curiosa y romántica y mitad enferma y desesperada?

    1. Los baños tóxicos de Kissingen. Esta es otra de las cosas que he soñado esta noche y que me venía rondando la cabeza. Pasamos una enorme cantidad de días bañándonos en los balnearios de la ciudad y, no solo no sentí mejora alguna, sino que nos advirtieron de que al cabo de unos días estaríamos enfermos y que era normal pasar un par de días así. ¿Así cómo? ¿Envenenados? No dejo que pensar que este intento de mejora pueda haber acortado mi camino hacia la tumba en la que seré enterrada junto al corazón de mi amado Percy2.

    2. El pan negro y la gastronomía que te hacen apreciar las alubias inglesas. No es que esperase los mayores festines —para eso habría ido a Francia y no a Alemania—. Pero, por el amor de Dios, ¿cómo pueden tener ese gusto por el pan negro? He leído que en España algunos niños reciben carbón la noche de Reyes por haber sido malos todo el año. Si quieren castigarlos de verdad, que les regalen este tenebroso horneado.

    3. Usar los ataúdes como bañeras. Ya, yo tampoco me lo podía creer. Pero en una de las casas en las que nos hospedamos en Alemania, cuando les indicamos que deseábamos baños completos —en bañeras, y no por partes—, no tenían otra manera de complacernos que usar viejos ataúdes —espero que no hubieran sido usados antes— y volcar en ellos calderos de agua hirviente que nos permitieran bañarnos. menos mal, hermana, que hasta que los llenaron, el agua se templó, porque lo único que le faltaba a mi trágica vida era relajarme tanto en agua caliente como para perder la consciencia desnuda dentro de un ataúd.

    4. Los sensuales tiroleses y su supervivencia a la tragedia. No he dejado de pensar que el imperio Austriaco tiene mucho que aprender del Británico. A nuestro paso por el bello Tirol descubrimos la verdadera crueldad de los austriacos y de sus esfuerzos por mantener a este fornido pueblo bajo su yugo. Al menos, me alegro de que se les permita mantener su identidad y lucir esos trajes regionales que dejan volar la imaginación de cualquier dama… y eso que no todas supieron disimularlo.

    5. Venecia: el dolce far niente y el lado romántico del terrorismo. Y es que en Venecia sentimos que teníamos todo el tiempo del mundo para disfrutar de cada rincón. No solo por su monumental aspecto y las comodidades de la casa que alquilamos, sino porque sentimos que Venecia era una ciudad para estar allí sin prisa alguna. Incluso, en mis sueños visionarios, me la encontré tan llena de gente paseando y comiendo y bebiendo que me pregunté si habrían dejado de existir los pobres. Hasta tuvimos tiempo de conocer quiénes fueron los carbonari y lo legítimo de su lucha. Y eso que yo no soy, grosso modo, partidaria del terrorismo. Pero escuché cada cosa…

    Termino este mensaje animando a todo el que tenga presupuesto para realizar un viaje modesto, como el que hicimos nosotros —para el que necesitas además permitirte pasar unos meses sin trabajar— a que se aventure por las tierras alemanas e italianas. Y es que quién sabe qué tipo de mundo habrá por visitar en unos años. Seguramente yo ya no estaré, pero en mis sueños veo un mapa político de la Europa continental diferente, ojalá que más unido. Y, por supuesto, aunque esto es solo un deseo y no parte de mis visiones, la prohibición de ese repugnante pan negro.

Mary W. Shelley

2 Desde 1839 Mary W. Shelley sufrió dolores de cabeza y ataques de parálisis que incluso le impedían en ciertos momentos leer y escribir. Cuando falleció, en 1851, el médico propuso un tumor cerebral como causa de la muerte. []