Retrato (detalle) de Catherine Worlée, Princesa de Talleyrand-Périgord, François Gérard, 1804-05, óleo sobre tela.

Por Jacqueline Pingarrón

Decir que el siglo XIX sentó las bases de la moda tal y como la conocemos hoy no es cosa baladí, no en vano fue la primera vez en toda la Historia de la Moda en la que se establece la moda por temporada, variando radicalmente la silueta de la mujer en apenas unas décadas.

Si echamos un vistazo a cómo ha cambiado la moda femenina (porque en una pequeña introducción como es esta a la moda de todo un siglo, nos vamos a centrar solo en la femenina, para poder avanzar en este artículo de una forma cómoda y no divagar mucho) en el pasado siglo XX, vemos que desde los vaporosos vestidos de los cuadros de Sorolla, en donde la mujer del estrenado siglo se tapaba de cuello a tobillo y encorsetaba su cintura y caderas, a las flappers de la década de los Locos Años 20, que se liberaron de cualquier atadura, ahondaron su escote y mostraron escandalosamente sus piernas, hay una revolución estética que hace pensar mucho en el cambio de pensamiento, paradigma y momento histórico que propició este descoque.

Si bien estamos acostumbrados a que la moda nos sorprenda en apenas unas décadas, todo esto tiene su origen en algo muy simple: la Revolución Industrial fomenta un superávit de tejido, un superávit de prendas confeccionadas, y se instaura la producción en serie, lo que hace que los talleres, hasta ahora artesanales, se llenen de prendas a las que hay que dar salida, por lo que la solución es clara y obvia: se fomenta el consumo de aquellos bienes para hacer circular la economía, instaurándose un complejo sistema protocolario que te dictaba cómo vestir en qué momento del día, te cambiaba los colores, los tejidos y los adornos de una temporada a otra y, no contentos con esto, te cambiaba la silueta a la que debía ajustarse el cuerpo de la mujer en apenas unos años.

Estos cambios propiciaron un aumento significativo de la industria textil, que hizo que en algunas zonas españolas surgiera una nueva burguesía muy pudiente económicamente dedicada a este sector. Sin duda, Cataluña será la cuna de la Moda Española y la ruta Reus-París-Londres, la ruta elegida para que calen en este país las modas extranjeras como epítome del buen gusto y el refinamiento, y nuestra manera de calar con modas «a la española», como otrora hiciéramos en pasados siglos, a la burguesía y nobleza europea.

Sui Generis Madrid - Moda - Romanticismo
Figurín del «Magasin des Demoiselles» (1865), aguafuerte, Museo del Romanticismo.

Si algo caracteriza a la moda decimonónica, aparte del consabido corset, es la rapidez del cambio de la silueta femenina, la cual podemos seguir a lo largo del siglo y correlacionar con los avances técnicos y los devenires históricos del siglo. Así comenzamos con un desprendimiento del corset, propiciado por las ideas más humanistas y prácticas de la Revolución Francesa, la vuelta a un neoclasicismo con vestidos sueltos de muselina y gasa, que dejaban libre, por primera vez en muchos siglos, la figura natural de la mujer, optando por colores claros y naturales y abogando por la libertad de movimiento, subiendo el talle hasta debajo del pecho y dejando la falda caída en pequeños pliegues hasta los pies.

Los tejidos, a medida que transcurren los años, se van enriqueciendo, y los colores tomando tono, con la instauración otra vez de la monarquía de la mano de Bonaparte y su esposa, Josefina; se convierte en el adalid de la moda. Vuelven entonces, sin perder el talle debajo del pecho, los terciopelos y damasquinados, y los colores se vuelven más brillantes: los rojos, verdes y azules profundos vuelven a la paleta textil, complicándose el corte del sencillo tubo de muselina ajustado bajo el pecho con un cordel, cortándose el vestido en dos piezas y alargando el bajo trasero a modo de cola, añadiendo pasamanería y detalles bordados.

A medida que va pasando el siglo, con el acomodamiento de la burguesía, el talle va bajando y el corset vuelve para quedarse: la figura de la mujer en el primer cuarto del siglo se ve completamente cambiada, y la cintura vuelve a constreñirse, afinándola e inflando las faldas con ayuda de las crinolinas y, por consiguiente, inflando la parte de arriba: mangas jamón, pelerinas y escotes pronunciados hacen que la cintura se vea ópticamente más pequeña. Las telas son pesadas y con mucho cuerpo para permitir los nuevos volúmenes.

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Los aros solían sostener el vestido de crinolina durante la época victoriana (Fotografía: London Stereoscopic Company/Hulton Archive/Getty Images)

La segunda cuarta del siglo va viendo cómo cada vez se ahuecan más las faldas, soportadas por faldas rígidas interiores hechas con crines de caballo (crinolinas), que debían soportar las capas y capas de faldas que plegadas y drapeadas van inflando la parte inferior de la silueta femenina, dando cada vez más importancia a la cintura, que se acentúa con un talle acabado en pico, que afina aún más la cintura femenina. Las mangas jamón pasan de moda y las sustituimos por superposiciones de volantes y pliegues.

Una vez que superamos el ecuador del siglo, las faldas toman un volumen tan exagerado que el peso para lograrlo le hace imposible de llevar, por lo que, unido a los avances técnicos, se inventa el miriñaque: una suerte de jaula hecha con aros de hierros unidos a piezas de tela que crea una estructura semiesférica, permitiendo ahuecar las faldas femeninas de una forma tan exagerada que limitaba muchísimo la vida de las mujeres, hasta el punto de crear tantos accidentes domésticos (al acercarse las faldas con el movimiento a los fuegos, o enredarse en las ruedas de los carruajes) que se crea el término «muerte por crinolina».

Apenas una década más tarde, en 1860, el volumen simétrico de las faldas ahuecadas se va desplazando hacia la parte de detrás, creando una ilusión de control de la falda en la parte delantera, hasta que a medida que van pasando los años, se crea la moda polisón. Se mantiene el corset haciendo una cintura dramáticamente pequeña, mientras que la parte delantera de las faldas se aplana totalmente, alejando el volumen hacia la parte de detrás, sostenida por una estructura modificada de la crinolina que sustenta esta pequeña grupa de caballo y se adorna con toda suerte de pliegues, volantes, drapeados, y se crea la llamada «moda tapicera», usando telas muy pesadas, de colores muy sólidos y con complementos típicos de la moda interior de la casa: borlas, pasamanerías de seda, etc.

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Una mujer con crinolina y sus doncellas levantan el vestido por encima de ella para colocarlo sobre los aros con la ayuda de palos largos (Fotografía: London Stereoscopic Company/Hulton Archive/Getty Images)

En la última década del siglo, vemos cómo la figura femenina vuelve a moldearse una vez más a los caprichos de la moda: el artificial polisón se destierra, y el corset se alarga hasta las caderas, haciendo que la figura sea recta, respingona en la parte de detrás y alzando el pecho con mucho volumen: la figura de paloma. La manga jamón vuelve con fuerza, inflándose hacia los lados para contrarrestar el aplanamiento de las caderas.

Las nuevas reivindicaciones feministas hacen que comiencen a tomar forma nuevas, y nunca vistas antes, incursiones en la moda masculina por parte de sufragistas, mujeres trabajadoras y deportistas: corbatas, plastrones, chalecos, faldas más cómodas sin armaduras que las moldeen, más allá de una discreta enagua, y los famosos bloomers: los pantalones bombachos revolucionarios que Amelia Bloomer, periodista estadounidense, se atrevió a llevar para facilitar la conquista de las mujeres en la vida pública y social, antes relegada a la vida hogareña y familiar.

Así, estrenamos con esta lucha y conquista del nicho ecológico y social masculino el no menos convulso siglo XX. Esta pequeña aproximación al recorrido de la moda en el XIX, ha dejado de lado la estricta etiqueta social a la que estaban sometidos los actos sociales decimonónicos, para los cuales, en cada época, marcaban una etiqueta y una vestimenta radicalmente diferente, pero esto es materia, ya, para otro artículo.