R. L. Stevenson con un jefe samoano (detalle) – Private Collection / © Look and Learn / Elgar Collection / Bridgeman Images
Por David Hidalgo Ramos
El culo inquieto de un maestro de la literatura.
Irse de viaje es a veces engorroso, mucho más llevadero si se hace con el compañero idóneo. En esta ocasión proponemos un viaje acompañado de uno de los mejores y más aventureros trotamundos de finales del siglo XIX, para muchos el compañero perfecto. Robert Louis Stevenson (Edimburgo, Escocia, 1850) es descrito como el narrador incansable, prolífico donde los haya, que siempre adoró los viajes por encima de todo, y no sólo a través de los libros.
Desde pequeño se encandiló con las novelas de Daniel Defoe y su Robinson Crusoe lo eclipsó. Quería conocer mundo y se dispuso a ello, pero su débil salud por un problema respiratorio heredado de su madre, parecía una traba. Así es como convirtió su enfermedad en la excusa perfecta: se agarró al clavo ardiendo que le aconsejaban los médicos, climas diferentes podían ayudarle en su problema. Fue la excusa perfecta para embarcarse en un viaje por el Midi francés (la parte más sureña del país vecino, lleno de valles, montañas y desfiladeros). Se encaramó a una borrica a la que apodó cariñosamente Modestina y se echó al camino, ansioso por descubrir nuevos parajes y gentes. Así es como nació uno de sus primeros libros, Viaje con una burra por los montes de Cévennes, uno de esos libros de viajes que consiguen que el lector llegue a oler el paisaje.
Tras muchos ires y venires, terminó encontrando el amor en la estadounidense Fanny Van de Grift, una auténtica muchacha del Lejano Oeste, que le habló de California y los interminables caminos que recorrían Estados Unidos de punta a punta, un país demasiado grande para que Stevenson siquiera lo imaginase. Y allí que se armó de valor para acompañar a su enamorada de vuelta a su país para formalizar su divorcio y poder casarse con ella. Pero aquel viaje casi acaba con él, el aire seco del centro del país americano era horrible para su enfermedad y lo dejo postrado en cama durante meses. Fue entre delirios de fiebre y pesadillas que vislumbró el germen de El extraño caso del Dr Jekyll y Mr Hyde, una de sus novelas más conocidas y con la que introdujo las primeras teorías del psicoanálisis que vendrían mucho después.
Junto a su hijastro Lloyd, fruto del anterior matrimonio de Fanny, Stevenson comenzó a dibujar mapas de piratas e imaginar hombres con patas de palo y loros al hombro, engaños, traición, aventuras, Caribe… La isla del tesoro se convirtió en un éxito inmediato según la publicaba por entregas en una revista infantil firmando como el Capitán George North.
Fue su impulsividad para echarse a los viajes lo que le llevó a él y a su familia por los Mares del Sur, conociendo Australia, la Polinesia francesa o Hawái. Una vez en Hawái, asombrado por sus tierras paradisiacas y sus gentes, forjó su amistad con el rey Kalakaua y decidió instalarse por consejo del monarca en la isla de Samoa (entonces llamadas Islas Navegador), las primeras en recibir el Año Nuevo en todo el mundo. Se enamoró de los paisajes de la isla, la acogida que tuvo por parte de la población y su calidad de vida. Construyó entonces su nueva residencia, que llamó Vailima (donde hoy se encuentra el Museo R. L. Stevenson) y se involucró en la política del país defendiendo los derechos de los samoanos, ganándose el apodo Tuisatala (el contador de historias). Falleció allí joven, a los 44 años, debido posiblemente a una hemorragia cerebral, pero los samoanos le rindieron homenaje enterrándolo en un monte sagrado de la isla (que resultó ser un volcán inactivo), como él siempre quiso, encontrando finalmente una tierra a la que llamó hogar.