Templo Gótico de los jardines de Stowe (Buckingham, Inglaterra) diseñado por James Gibbs en 1741

Por Rubén Sánchez Trigos

En la década de 1720, la aristocracia de Inglaterra abrazó una más entre sus ya excéntricas modas: la construcción de ruinas falsas. Los diseñadores de jardines comenzaron a priorizar el estilo neo-gótico en los alrededores de las casas de campo, conectando aquellas formas austeras y taciturnas con las teorías contemporáneas de lo pintoresco y lo sublime, fuente de la ficción fantástica moderna. Algunos arquitectos llegaron incluso a destruir aún más ruinas ya existentes; la más famosa de estas operaciones fue el Templo Gótico de los jardines de Stowe, diseñado por James Gibbs para sir Richard Temple en 1741. Existió, sin embargo, una variante todavía más insólita de esta tendencia (pero, también, de algún modo, más reveladora de cómo el horror desborda el contexto socio-cultural en que nace): se trataba, directamente, de diseñar y levantar futuras ruinas, paisajes ya nacidos devastados que tomaran una suerte de atajo hacia su propio futuro. Así ocurrió, por ejemplo, cuando el arquitecto y anticuario sir John Soane, encargado del actual Banco de Inglaterra, pidió al pintor Joseph Gandy que caracterizara la edificación como si esta ya hubiera sido pasto del desastre. Una petición cuando menos siniestra si se tiene en cuenta que en 1798 Europa, y en particular buena parte de su aristocracia, se convulsionaba con los efectos de una nueva forma de terror social: la Revolución Francesa.

Lo cuenta Roger Luckhurst en su reciente Gótico. Historia ilustrada (en España editado por Blume), un estudio que, entre otras cosas, rastrea una pulsión común a todas las formas de ficción oscura que se han sucedido a lo largo de los siglos: desde el relato de Plinio el Joven sobre una casa tomada por un fantasma, que más tarde la tradición gótica reivindicó como una de las primeras historias de espectros sobrenaturales, pasando por la literatura de cordel o los relatos terroríficos narrados por Daniel Dafoe en An Essay on the History and Reality of Apparitions (1706), hasta recabar en los creepypastas contemporáneos y su relectura digital de la clásica leyenda urbana viral la Humanidad no ha dejado nunca de buscar (y encontrar) placer, o una forma inversa del mismo, en relatos y experiencias aparentemente lúdicas cuyo efecto en el espectador y los lectores es, potencialmente, justo el contrario: un malestar primario, un desequilibrio de todo aquello que creemos sólido, un enfrentarse a nuestra propia ruina futura. Esta paradoja no se ha atenuado en los diversos periodos de la Historia en que el terror constituía no una mentira o una propuesta estética, sino una amenaza real al otro lado de la puerta. No ocurrió así con sir John Soane y la ola de devastación revolucionaria que se propagaba por Europa a finales del siglo XIX y, desde luego, no es así en la actualidad, desbordada de desastres. Antes al contrario.

Aunque es aventurado (y, probablemente, incierto) establecer sin más una correlación entre los periodos de más convulsión en la Historia y un mayor consumo de ficción oscura, lo que es verdad es que los primeros meses del confinamiento global por culpa de la Covid-19 disparó los visionados de Contagio (Steven Soderbergh, 2011) y, más tarde, vía plataformas, el interés por películas que articulaban su sentido del horror en torno al concepto de encierro como Host (Rob Savage, 2020) o El hoyo (Galder Gaztetu-Urrutia). Puede que, en efecto, la conciencia de una terrorífica pandemia mundial o la inminencia de un conflicto bélico a gran escala no incrementen el gusto del público por la narrativa más incómoda, pero (y he aquí lo interesante) lo que parece claro es que, desde luego, tampoco lo mitigan.

La crítica ha intentado, desde la primera mitad del siglo XX, ofrecer una justificación más o menos racional al gusto, al parecer inherente e insobornable, de todo tipo de público por los imaginarios siniestros, desde los estudios culturales de amplias miras sociales hasta la filosofía de raigambre nihilista, y la verdad última es que, sean las bestias mutantes de la ciencia ficción de los años 50 una manera indirecta de negociar con la posibilidad (muy real) de una guerra nuclear de entonces o no, subyace, en todas estas investigaciones, un mismo punto ciego con respecto a la relación se diría que masoquista que el público y los lectores establecen con estos relatos e imágenes. Dicho de otro modo: la palabra clave aquí no es interés, sino gusto. Cuenta Stephen King en Mientras escribo que, durante muchos años, le preguntaron por qué escribía historias de terror, para añadir que su postura ante esta disyuntiva es que el hecho mismo de que alguien se haga una pregunta así es mucho más relevante que cualquier respuesta que él pueda ofrecer. Algo parecido le ocurrió al británico Clive Barker cuando, en 1986, al inicio de su fama como autor macabro, fue invitado al programa Open to question de la BBC, donde una espectadora airada le increpó, muy seriamente, acerca de si dejaría a los niños ver las películas de terror que Barker tanto amaba. La espectadora (no solo ella, más personas del público se sumaron después) no parecía exactamente indignada por la idea de que Barker o cualquier otro autor pudiesen escribiese esas fantasías, sino desconcertada ante la evidencia de que tantas y tantas otras personas (quizás ella misma, en algún momento) encontrasen algún tipo de goce inextricable en su lectura. No puede ser, parecía decirse, y sin embargo era evidente que sí.

Un ejemplo paradigmático de esta encrucijada probablemente se halle en el modo en que la crítica feminista ha evolucionado a la hora de acercarse al subgénero slasher. Durante mucho tiempo, existía un consenso a la hora de atribuir una nada indisimulada identificación patriarcal de los espectadores masculinos con el asesino prototípico, casi siempre un hombre, de estas películas; las aportaciones de Carol J. Clover y otras teóricas en los 90, en cambio, pusieron en serios aprietos esta lectura al sugerir que, en realidad, los espectadores y las espectadoras podrían experimentar una suerte de placer perverso por igual (una vez más, ¿sadomasoquista?) al identificarse no con la entidad enmascarada homicida, sino con la víctima, sea esta, también, del sexo que sea. Independientemente de lo que pensemos al respecto, hay un cierto vértigo, casi rechazable desde un punto de vista moral, en la idea de dejar a un lado justificaciones pedagógicas (por ejemplo, que la ficción de horror funciona con el espectador como una suerte de diván abierto) y aceptar simplemente que existe, en la naturaleza humana, una inclinación primigenia por el espectáculo de la devastación (pensemos en el subgénero torture porn que, casi como una chispa, prende y explota en las salas de cine justo tras los atentados del 11-S). No en vano, es el gusto por lo sublime y no otra cosa lo que los lectores de finales del siglo XVIII descubren (o redescubren, pues la iconografía religiosa, entre otras manifestaciones, llevaba toda una vida trabajando esta emoción) en el momento en que las luces de la Ilustración imponen el paradigma racional y la novela gótica emerge como sustituta natural de la superstición. A partir de entonces, ya no se trata de enfrentar a trasgos, duendes y aparecidos a modo de advertencia o instrucción moral, sino de disfrutar por disfrutar de su sola sugerencia; un poco cómo la protagonista de El ángulo del horror, ese cuento de Cristina Fernández Cubas en el que la protagonista descubre que basta con mirar el mundo desde un ángulo específico y secreto para redescubrirlo tal y cómo es en realidad: espantoso, aciago y a la vez… fascinante.

Pascal Laugier, en su última película estrenada hasta el momento, Ghostland, propone lo que casi podría ser un manual de uso de la ficción de terror ante realidades extremas como las que hoy se empeñan en rebasarnos desde los medios día sí y día también. En ella, una escritora especializada en el género utiliza su relación con los libros de miedo que ella misma factura para lidiar con un trauma personal e indecible: la noche en que, siendo una adolescente, un grupo de asaltantes pavorosos la retuvieron a ella y a su familia en su propia casa. El llamado elevated horror, que tan conflictiva relación mantiene con las esencias del género, ha sido a veces extremadamente exhaustivo a la hora de proponer coartadas ideológicas que justifiquen el uso y abuso de determinados tropos del mismo (la violencia desmedida, lo reprimido y el tabú como catarsis sociológica), pero en Ghostland Laugier parece decidido a desmarcarse de estas servidumbres para emprender lo que se diría una regresión auto-consciente a los postulados más elementales e incómodos de la narrativa oscura. Así, la revelación más crucial a la que tiene que enfrentarse la escritora protagonista (quien tiene como amigo imaginario al mismo H.P. Lovecraft) es que, más allá de la dimensión seudo-terapéutica que las historias de miedo que lee y escribe hayan podido ejercer sobre ella, la realidad es que, en última instancia, ama lo que hace, y así seguirá siendo. La verdad, parece sugerirnos Laugier, es que, enfrentados a lo sublime (es decir, al espectáculo de nuestras propias ruinas futuras), miramos a la pantalla, o nos concentramos precisamente en ese párrafo del libro, no porque necesitemos hacerlo, sino porque queremos.