Julio Cortázar
Por David Hidalgo Ramos
Enfrentarse a una narración de Julio Cortázar a la primera de cambio quizá es una tarea complicada. Su manejo del lenguaje, su habilidad para las metáforas o incluso la forma en la que el escritor argentino paladea y juega con los adjetivos o las realidades es simplemente sorprendente. Cortázar es, muy probablemente y sin miedo a equivocarme, uno de los más grandes escritores que ha sabido ensalzar el español con su literatura; y como tal, hay que aventurarse con sus textos y disfrutarlos.
Nacido en Bélgica casi al mismo tiempo que la I Guerra Mundial en 1914, Cortázar siempre fue un defensor de sus diferentes identidades, que con el tiempo, se tradujeron en acentos y nacionalidades. Se reconocía a sí mismo como un europeo progresista, con un profundo espíritu francés, terco, orgulloso; pero también se sentía argentino hasta la médula, altivo, pensador, con algo de filósofo y mucho de genio. Su facilidad lingüística le coronó como un magnífico traductor de grandes autores ingleses y franceses, por lo que siempre se empapó de los grandes maestros de la literatura y la filosofía del momento. Gracias a él, por ejemplo, aún hoy leemos con devoción a Poe en español y adivinamos entre líneas la mano de Cortázar casi mejorando —si es esto posible en la traducción— las palabras del escritor americano. Pero también es su devenir entre Europa y América del Sur aquello que poco a poco va conformando una forma de hablar prácticamente única. Las cientos de grabaciones que se conservan de su viva voz lo demuestran, y a veces es hasta relajante sentarse un momento y escuchar a Cortázar, leyendo sus propias obras, y dejarse llevar por su cadencia y su pronunciación.
Para adentrarse en Cortázar —maravillarse con su prosa dirían algunos— no es necesario acudir a la obra clave —me refiero a su gran novela, Rayuela (1963)—, de hecho, no es aconsejable. Es mejor comenzar con pequeñas píldoras literarias, con sus cuentos, sus textos breves muchas veces inclasificables. Porque, ¿cómo se puede clasificar, por ejemplo, sus instrucciones —«Instrucciones para llorar», «Instrucciones para subir una escalera», «Instrucciones para dar cuerda a un reloj», etc.—? No son cuentos ni aparentemente textos narrativos. Incluso el relato que aquí proponemos, que no es otro que «Las babas del diablo» (1959), supone un reto de interpretación en ocasiones confuso. Pese a su título, este cuento breve poco tiene que ver con el diablo, sino que resulta en un conjunto de imágenes, de metáforas, de realidades que poco a poco van formando la historia a contar. Ya solamente su inicio, en el que una primera persona narrativa no identificable comienza a cuestionarse sobre cuál es el mejor modo de narrar, es una llamada de atención ante lo que nos vamos a encontrar.
Justamente en el título parece encontrarse la clave. Las babas del diablo, las babas de toro o los hilos de la Virgen son diferentes formas para denominar una misma cosa: se trata de pequeños hilos de seda, provenientes de diminutos arácnidos, que se dejan llevar por la fuerza del viento. Estos hilos, casi invisibles al ojo humano, sólo se notan o bien cuando la luz solar incide en ellos o cuando nos topamos y nos enredamos, consecuentemente molestos, con estos minúsculos hilos de telaraña. Y así es como la historia, los personajes y las realidades del relato se mueven y se agitan, al viento, corriendo invisibles sin que nos demos cuenta, huyendo para solamente ver la estela que han dejado —los hilos, las babas del diablo—.
Pero este relato es, ante todo, una narración de imágenes, imágenes estáticas, fotos que cuentan la historia. La fotografía era una de las aficiones por las que Cortázar sentía gran obsesión, y así lo plasma en este relato protagonizado por un fotógrafo y sus instantáneas. El narrador —aparentemente un cadáver que ha quedado mirando hacia el cielo y que de vez en cuando describe las nubes pasar ante él— nos confunde en todo momento, nos hace partícipes de su historia o la del fotógrafo, que continuamente se mezclan en un solo personaje. En resumen, el fotógrafo capta una fugaz imagen de una pareja joven en un lugar aislado, pero el encuadre en su conjunto, el segundo plano, comienzan a desvelar que nada es lo que parece, que la pareja en realidad no se profesa amor, que la muchacha no le susurra besos, sino que le propone algún tipo de trato. La historia retoma con redobladas fuerzas la trama cuando el fotógrafo huye, increpado, a su estudio y revela en una ampliación la foto, abriéndose ante él las diferentes posibilidades y realidades que esconde la imagen.
Pues bien, este interesante relato cortazariano llegó a manos del director italiano Michelangelo Antonioni en la década de los sesenta. Antonioni provenía de una escuela cinematográfica que fijaba sus bases en un nuevo cine de posguerra, el neorrealismo italiano —pero ya veremos en otra ocasión lo que este movimiento supone en la historia del cine—, y su intención era aunar conocimientos y experiencias en otro tipo de narrativa cinematográfica, buscando el salto a un cine de habla inglesa por primera vez en su carrera. Antonioni se empapa de “Las babas del diablo” por completo, entiende la obsesión por las imágenes, la necesidad protagonista del fotógrafo, la importancia de lo que ocurre en los segundos planos tras el objetivo de una cámara. Así es como comienza a fraguarse su proyecto fílmico Blow-Up —o Deseo de una mañana de verano como se la conoció en parte del mundo hispanohablante, casi imitando el título shakespeareano—, que finalmente se rueda y ve la luz en 1966. La obra de Antonioni se aleja diametralmente del relato de Cortázar, toma su esencia y la traduce, con evidentes puntos en común. La película responde en muchas escenas a su propio tiempo —carreras de seducción entre el fotógrafo y las modelos, en un frenesí de erotismo; aparición de personajes estrafalarios como un grupo de clowns que no aportan mucho a la trama—, pero sin duda el descubrimiento de un asesinato en la ampliación fotográfica —el significado de blow-up dentro de la jerga de la fotografía en inglés— es lo que imprime a toda la obra de Antonioni un halo de thriller frenético digno de mención.
Sin duda un visionado, el de Blow-Up, en conjunto con las imágenes y las realidades en ocasiones delirantes que nos plantea Cortázar, suponen un combo perfecto para adentrarse a los más oscuros secretos que se esconden detrás del diafragma de una cámara fotográfica. Anímese a disfrutar, con un cierto espíritu analógico, de la maravilla literaria de Cortázar y el encuadre perfecto de Antonioni, siempre atento, eso sí, a lo que se oculta en un segundo plano.