«Wolf and Chrysanthemum» (detalle) 2020 © Shawn E. Russell

Por Gemma Solsona

Tal vez una carrera literaria empiece con el robo de un crisantemo. Con el asombro y el embeleso que produce la fragilidad de una flor. La pasión que desencadena contemplarla en un jardín ajeno. Y la imposibilidad de resistirse al impulso de arrancarla y convertirla en un pecado infantil que recordarás siempre.

Como para gran parte de mi generación, la primera toma de contacto con la obra de Rodoreda fue La Plaça del Diamant.  De lectura obligada en la escuela, tenía trece o catorce años cuando conocí la historia de la Colometa. O más bien de Natalia, que así prefiero llamarla para reivindicar ese nombre que Quimet, su primer marido —excesivo, fanfarrón y tóxico— le arrebata, entre otras muchas cosas, al inicio de la obra. Recuerdo la fascinación que me produjo el monólogo de una mujer a la deriva que tarda toda una vida en reencontrarse, su progresiva pérdida de inocencia e identidad, la violencia y la miseria de la guerra… Me viene a la memoria la báscula dibujada en la pared del piso del barrio de Gracia, en Barcelona, donde se desarrolla parte de su vida. Y ya no sé si es Natalia, Colometa o Sílvia Munt —que protagonizó la serie basada en el libro, dirigida por Francesc Betriu— quien la traza con sus dedos una y mil veces, cual ritual doméstico que quizá la ata a un mundo que se desmorona a su alrededor. De la misma forma que el universo de Rodoreda debió venirse abajo con el estallido de la Guerra Civil y el exilio.

Mercè Rodoreda © Pilar Aymerich 1973 - Sui Generis Madrid
Mercè Rodoreda (1973) © Pilar Aymerich

Regresé a Rodoreda hace muy poco, demasiado poco. Aunque soy de las que piensan que los buenos libros están ahí para salirte al encuentro en el momento preciso. Y así fue como, en plena pandemia, con el propósito de preparar un taller sobre la autora, me sumergí en su vida y obra. Leí varias de las cartas que se editaron en volúmenes que recogen la correspondencia que mantuvo con su editor Joan Sales y su amiga Anna Murià; disfruté Mirall trencat y algunos de sus libros de relatos, en los que coquetea con lo insólito, incluso con las brujas —así lo hace en uno de los más célebres: La salamandra—; visioné varias de sus entrevistas y la película Un berenar a Ginebra de Ventura Pons, con una Vicky Peña que te hace olvidar que no es más que una actriz interpretando a Rodoreda. Y, sobre todo, gracias a una amiga a quien suelo llamar Miss Cortázar, descubrí La mort i la primavera y la faceta más oscura, bella e insólita de una autora que “quería escribir un libro que no gustara a nadie y que fuera extraordinario. Terriblemente poético, terriblemente bello”.

Puede ser que muchos califiquen a Rodoreda de escritora realista. Quién sabe si ella misma así se consideró en ciertas etapas de su larga vida literaria. Pero yo creo que lo insólito asoma tímido en algunas de sus historias, audaz en otras. En La meva Cristina i altres contes encontramos relatos no realistas como el antes citado La salamandra o El riu i la barca —por citar un par que, en concreto, juegan con el tema de la metamorfosis, recurrente en Rodoreda—; en Mirall trencat —la historia de la ascensión y la decadencia de una casa y una familia, los Valldaura-Farriols— uno de los personajes es un fantasma. Y con total certeza, lo onírico y lo “pesadillesco” son la base de La mort i la primavera.

Con mi inmersión algo tardía, descubrí esta nueva Rodoreda compleja, inclasificable y aventurera que busca no encasillarse, que experimenta y navega entre géneros manteniendo siempre su esencia: esa facilidad innata para contarnos el susurro de las pequeñas cosas[1]. A lo mejor esta capacidad se forja cuando era tan solo una niña y en el jardín familiar escuchaba al abuelo Gurguí, que leía a Jacint Verdaguer en voz alta, le contaba historias de hadas y le inculcó su pasión por las flores. Y continúa asentándose allá por 1929, cuando irrumpe en el periódico La Rambla para trabajar y “aprender a escribir a través del periodismo”. Ella misma contó que su entonces director, Josep Maria Massip, le respondió: “lo que usted debe hacer, antes de escribir, es vivir”. Algo que hizo, sin duda. Perfeccionista y autocrítica, más tarde y sin ningún reparo, reniega de sus cuatro primeras novelas. Al evocarlas dirá “se me cae la cara de vergüenza”. Y de ellas, solo Aloma —ganadora del premio Creixells en 1937— será de nuevo publicada tras una reescritura. Rodoreda escribe también cuentos infantiles, poesía, relato… Aunque yo diría que no es hasta el exilio en el que, pese al derrumbe del mundo que conoce, se encuentra como escritora y se transforma en la autora que disfrutamos hoy en día quienes nos acercamos a su obra e intentamos desvelar “el enigma Rodoreda”: el de una mujer que quizá huyó durante toda su vida y buscó el último refugio en un jardín de Romanyà de la Selva —eco de aquel de su infancia en el que había sido feliz junto al “avi Gurguí”— y al que había ido “a morir” porque “si el alma va por el cielo, perdida, la quiero entre estrellas, agarrada a la luna como un gato rabioso[2]“.

Escena de la obra de teatro «La mort i la primavera» (2019), adaptada por Joan Ollé © Foto (detalle): May Zircus / Teatre Nacional de Catalunya

Si los libros se construyen a base de miradas —que cambian según quién los leemos, nuestras experiencias previas o nuestro bagaje literario— Rodoreda es para mí un torrente de confesiones y la observación detallada y preciosista de la realidad. Es hablar de guerra y exilio, de novela psicológica e introspección. De metamorfosis y ángeles[3]. Y también de poesía, belleza y crueldad. Porque eso es, precisamente, La mort i la primavera el libro inacabado en el que Rodoreda trabajó durante décadas y que diría que es de los menos leídos de la autora: una alegoría contra el totalitarismo y la pérdida de libertades en un lugar y un tiempo indeterminados, contada de una forma terrible y hermosa. Con hombres que se entierran en árboles, que se llenan de cemento al morir, presos que pierden la identidad para convertirse en animales, miedo y dolor… Un mundo oprimido que podría estar inspirado en los campos de concentración y en el que hallamos unos hombres sin rostro que bien podrían ser herederos de los gueules cassées —veteranos de la Primera Guerra Mundial, con el rostro desfigurado, con los que acaso coincidiría durante su exilio en París, ya que, al fin y al cabo, lo insólito es una evocación de lo real…—. Motivos que se resumen en el binomio de un título en el que identificamos la carne de los muertos y la corteza viva de los árboles —muerte y primavera—. Y ahí es donde me encuentro de nuevo con la Rodoreda más compleja y oscura. La que “hace temblar a Dios[4]“ y a nosotros. Y narra los peores sucesos “como si tal cosa”, como si no hubiera más salida que matar a tus hijos con salfumán[5] porque lo terrible no puede suceder de otra forma. Y lo cuenta con la máxima simplicidad[6], en ocasiones, y de la forma más bella en otras ya que su percepción y relación con la lengua están hechas desde la poesía, despojada de sentimentalismos, lo que seguramente la hace aún más magnética. Con tendencia, creo, hacia lo extraño, lo hermoso y lo efímero, representado en esas flores que fueron una de las pasiones más fieles de su vida.

Y regreso así a ese crisantemo de mis primeras líneas, con el que la propia Mercè Rodoreda quiso empezar la entrevista que concedió a Joaquín Soler Serrano en 1978 para el programa A fondo y que recomiendo disfrutar, junto a las de Cortázar o Martín Gaite, aunque estas, como diría Michael Ende, son historias “que deben ser contadas en otra ocasión”. Porque la historia importante, ahora, es la de ese crisantemo que ha sido el punto de partida para hablar de una escritora que me fascina. Esa flor que durante la entrevista una ya anciana Mercè recuerda haber anhelado cuando era una niña de cinco o seis años. Un crisantemo “amarillo y rizado” descubierto en el jardín de violetas de una vecina y que deseó hacer suyo desde el primer momento porque “si lo hubiera visto me entendería”. Con sonrisa de niña traviesa, cuenta esta anécdota al entrevistador, utilizando el mismo fervor y pasión con los que narra las vidas y escenas, comunes, en apariencia, de sus personajes —esas escenas y detalles a los que se refiere la frase “My dear, these things are life” de George Meredith que abre La Plaça del Diamant—. Si Mercè Rodoreda consideró que la entrevista debía iniciarse con esa anécdota —la del “complejo del crisantemo”— desde luego mi artículo no podía hacerlo de otra forma. Y yo me pregunto si esa capacidad de asombro ante los más mínimos detalles, ante un crisantemo tentador que se recuerda a lo largo de una vida entera, es una de las razones por las que Rodoreda fue tan buena contadora de historias. Y si ese es, en definitiva, el secreto de la escritura.

[1] En el prólogo de Mirall Trencat, la propia Mercè Rodoreda explica: “Por escribir bien entiendo decir con la máxima simplicidad las cosas esenciales. No se consigue siempre. Dar relieve a cada palabra, las más anodinas pueden brillar cegadoras si las colocas en el lugar adecuado. Toda la gracia de la escritura radica en acertar el medio de expresión, el estilo. []

[2] Frase que se encuentra en un cartel-homenaje a la entrada del pequeño cementerio de Romanyà de la Selva donde está enterrada la autora. []

[3] También en el prólogo de Mirall Trencat, añade: “Querría hablar de dos temas que aparecen con cierta frecuencia en mis novelas: el ángel y la metamorfosis”. []

[4] En una carta a su amiga Anna Murià, publicada en el libro Cartes a l’Anna Murià de Club Editor dice que escribía poesía “como si vomitara” y “cuentos que harán temblar a Dios”. []

[5] Tal y como se narra en el capítulo 24 de la Plaça del Diamant, en el que Natalia/Colometa, desesperada, llega a la conclusión que lo mejor para escapar de la miseria es asesinar a sus hijos con salfumán, mientras duermen. []

[6] En otra carta a Anna Murià, durante sus años de exilio y pobreza, añade: “¿Te acuerdas de Marie-Thérese? Un domingo por la mañana se puso una flor en la cabeza y un vestido blanco y se dejó chafar por un tren. Hacía sol y todo era claro”. []