Grabado (detalle) de espiral rosacruz realizado por William Law para «Las obras de Jacob Boehme, el teósofo teutónico» (Vol. 1, Lámina 3, 1764)

Por Jesús Zatón

A lo largo de la historia de la humanidad, se han dado periodos en los que  el Arte, la Ciencia y la Religión, formaron una trinidad de carácter trascendente. En otros, por el contrario, estuvieron enfrentados.

En el Paleolítico, por ejemplo, observamos que no cabe concebir el arte y la incipiente ciencia como ramas separadas de la religión. Ambas formaban una parte esencial del fenómeno mágico-religioso en el que estaba inmerso la humanidad prehistórica. Lo mismo ocurrió en periodos muy posteriores, como en el antiguo Egipto. Con el paso de los siglos estas tres ramas del conocimiento tendieron a la separación. La religión cercó el ámbito de sus competencias en la metafísica, la devoción  y lo trascendente; el arte propendió esencialmente por el saber intuitivo y la belleza; mientras que la ciencia se centró en lo tangible, el mundo de la  materia y el análisis racional. Tal disgregación de los tres focos de conocimiento del ser humano, en sus aspectos racional, emocional e intuitivo, ha tenido una gran importancia en el desarrollo evolutivo de la especie, pues nos ha permitido acercarnos desde ángulos diferentes al propósito de nuestra existencia: indagar en lo que somos y en lo que es el mundo.

Por desgracia, la religión trató de dominar y poner bajo su tutela al arte y a la ciencia, llegando en su desvarío a perseguir a muerte todo concepto o actividad que no se ajustara a sus directrices (como ejemplo, bástenos recordar los procesos inquisitoriales al célebre médico y humanista aragonés Miguel Servet, o al no menos célebre físico, matemático y astrónomo italiano, Galileo Galilei, quien, en 1633, fue condenado a abjurar de «sus ideas erróneas»). De este modo, durante muchos siglos la Iglesia romana cercenó el progreso de las ciencias, al tiempo que se sirvió del arte como medio para la difusión y consolidación de sus dogmas.

En el siglo XIX, bajo el activo desarrollo de la ciencia y el auge del Espiritismo y diversas corrientes filosófico-esotéricas (como la Teosofía), el arte occidental se inclina hacia la aplicación de las nuevas teorías científicas, o busca inspiración en las corrientes heterodoxas y en las religiones orientales.

De lo dicho encontramos ejemplos en la influencia que los descubrimientos, teorías e inventos científicos tuvieron en las obras  plásticas, como es el caso de la fotografía y el cine, en el simbolismo, o en la aplicación que hicieron artistas puntillistas como Georges Seurat, de la teoría de los colores de Chevreul.

Sui Generis Madrid - Arte frente a ciencia y religión - Hilma af Klint - The Dove
La Paloma (nº 1), Hilma af Klint, 1915

Entrado el siglo XX, la influencia de corrientes como la Antroposofía, el Rosacrucismo, o las teorías freudianas, se hicieron valer en artistas como Hilma af Klint (convencida de estar en contacto con entidades espirituales incorpóreas y de recibir mensajes de ellas), Wassily Kandinsky (fundador de la pintura abstracta, quien en De lo espiritual en el arte reconoce explícitamente lo que su obra le debe a las teorías de la gran esoterista Helena P. Blavatsky), en Piet Mondrián (partidario activo de la teosofía), o en el surrealismo.

Entre los años 1945-60 observamos en artistas como Mark Rothko, Hans Hartung o Antoni Tápies, un acercamiento a primitivas corrientes orientales, tales como el Taoísmo o la filosofía Zen, pero se trata más de una búsqueda formal que de una incorporación vital de la esencia de tales filosofías en sus obras.

Pese a los autores y movimientos citados, así como algunos otros casos puntuales, se podría decir, no obstante, que el arte del siglo XX se desvincula por completo de la religión, en una búsqueda a ultranza de «la libertad absoluta».

Con el auge y difusión de los medios audiovisuales (vídeo, ordenadores personales, Internet, realidad virtual…), muchos artistas se inclinan por la interactividad  entre el hombre y la máquina. En especial, mediante la realidad virtual, el artista incorpora el  ciberespacio (término que deriva de cyborg, palabra acuñada a partir de los años 70 por los científicos de la Nasa para designar la fusión entre el cuerpo humano y la tecnología) como un medio de interpretación múltiple, abierto e interactivo. Observamos así cómo la máquina determina, cada vez en mayor medida, tanto la percepción como la propia producción artística. Tales experiencias en el arte llegan a materializarse en implantes corporales y prótesis (sistemas electrónicos acoplados al cuerpo, en un acuciante deseo de potenciar las facultades humanas), que si bien tienen antecedentes literarios en obras como Frankenstein o Blade Runner, nunca antes habían pasado de la mera formulación teórica.

Tratando de dar «un paso más allá», desde finales del siglo XX y principios del XXI, algunos artistas inmersos en el denominado arte biológico o bioarte, experimentan con bacterias, tejidos vivos, manipulaciones genéticas, animales (conejos fluorescentes, etc.), e interacciones con personajes virtuales. El espectador deja de ser un instrumento pasivo para  asumir el papel de creador: lo hace mediante conversores interactivos en Internet que, a través de un conjunto de cámaras de reconocimiento de imágenes y voz, interpretan la información aportada por el espectador–usuario, para luego devolverla en forma de imágenes, gestos y movimientos, colores y sonidos.

Hasta ese momento, en la cultura occidental, primaba lo natural sobre lo artificial, pero con las nuevas formas de experimentar la realidad, el arte se desacraliza por completo, inclinándose inequívocamente hacia la ciencia.

La ciencia, en sus investigaciones sobre «lo inmensamente grande» (el macrocosmos) y «lo inmensamente pequeño» (las partículas subatómicas), paradójicamente se ve en la necesidad de ir asumiendo postulados trascendentales como única forma de encontrar sentido a no pocos resultados experimentales que, como en el campo de la física cuántica, ya no pueden ser ni explicados ni abarcados por la simple lógica.

En cualquier caso, apreciamos que, tanto el artista como el científico del siglo XXI, buscan soluciones a las preguntas más acuciantes del ser humano: ¿cómo funciona la mente?, ¿dónde se ubica la conciencia?, ¿qué es la realidad y cómo entenderla?… Preguntas que, en definitiva, no son sino un intento de indagar, desde una óptica actual, en los ya clásicos planteamientos de la antigua Escuela de Misterios de Delfos: ¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos?